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revista urbana y cultural de tepic

lunes, diciembre 25, 2006

Erase una vez un cielo efédrico

- ¿Tienes alcatraces? -preguntó.
- Si, claro. -fueron las palabras de su respuesta involuntaria.

Y es que su mente no se preocupaba de los trastes sucios de la cocina o de no haber limpiado el patio esa tarde.

Dichoso, de haber tenido toda la noche entre sus brazos la hermosa porcelana de su cuerpo, volaba entre paraísos que hace tiempo no reconocía. El Edén, compuesto de memorias y deseos extendía sus brazos hasta la ciudad vecina.

-Tenemos que irnos, todo esta listo. -la tomó de la mano y se dirigieron al automovil que esperaba impaciente afuera de su casa.

Realizaron una parada corta para llevar a su hermana. Era extraño estar en esa situación despues de cuatro años en su pasada relación. ¿Acaso era normal?

Cerca quedaba la fiesta y el viaje fué tranquilo. La tomó de la mano entre las calles empedradas y la poca luz de unas lamparas maltrechas. A pocos metros se encontraba aquella casa llena de recuerdos. Los muros no hablaban porque se les habían cerrado los labios a golpes de botellas de cerveza, mientras el techo sufría de la misma tortura. Las luces apagadas indicaban un cambio de planes. Pero él, desde afuera, con el carro encendido podía recordar el aroma del sexo desparramado por sus pisos, la textura de la tinta en la pared de la izquierda y el sonido de un perro muerto de inanición. ¡Cuantas caidas entre canciones de guerra!

Puso en marcha el motor mientras el rumbo estaba vacilante. Perdiose entre las calles de infancia, valdíos ahora cambiadas por masas departamentales convertidas por el desarrollo del capital. El asfalto había sustituido los empedrados que alguna vez sostuvieron una sola ruta de autobús, mientras la vista de la inmensidad había sido cambiada por grandes muros de concreto.

El camino vió luz y la luz velocidad. No fueron trecientos mil kilometros por segundo porque ahí no existían vacíos. La endeble nación de dos quería dejar atras su fragilidad construyendo paso a paso una firmeza que desterraba una posible falta de alcaloides. La luz viajaba a ochenta kilometros por hora en levitación de acero.

La puerta hacía el reinado ajeno se escondía entre el follaje del bosque. La noche no aminoraba su condición oculta. Buscada con desesperación por los amantes (que no duermen porque se los comen los gusanos) aparecía majestuosa entre sus arcos de misterio, arquitectura ilícita de un espacio etereo.

Pasó entre los arcos y dudó un momento donde parar. ¿Acaso no cualquier lugar es bueno para embriagarse de efedras?

Bajaron del automovil y acercaron sus cuerpos. El cielo estrellado en el horizonte y las luces de la ciudad en el firmamento. Los arboles y su follaje eran marcos de naturaleza muerta e inmovil. Y el lugar, el encuentro, conciente instante con la melodía de un motor diesel y las luces navideñas de un par de faros de halogeno. Ella, hermosa. Metiose él en sus ojos de jade, navegó entre su ondulado cabello, estrepitoso voló entre sus pensamientos mientras cinco días mantenían el vuelo bajo. El lugar -pequeño monte- quiso juguetear con la luna, acariciar su faz. Elevose hasta alcanzar las nubes. No daban cuenta del extraño suceso, solo sus cuerpos advertían el frío ocasionado por la altitúd que alcanzaban. La nubes, -sueños evaporados de agua- parecían niebla solamente. ¡Habían alcanzado 800 pies de altitúd!

Y el, entre los mismos tropiezos de siempre dió cuenta del problema. ¿Cómo bajarían aquel pedazo de cielo en la tierra que justo ahora quería regresar a su lugar? ¿Quedarían enamoradas las plantas de la atmosfera que no quisieran retornar a tierra firme?

Sus caras -menos cercanas que sus almas- consiguieron encontrar las palabras entre el letargo de los recuerdos. Y luego buscó él en el cuerpo ajeno entrando por la boca, mientras ella recorría el de él tal vez con el mismo proposito.

La busqueda certera logró así, bajar poco a poco el islote de sueños, no sin antes encontrar en la oscuridad el aliento que se perdía. Mientras, un libramiento de baja velocidad mostraba la salida del suceso.

¡Así sucedio! ¡No miento! ¡No había paraisos artificiales en mi cuerpo!

Y luego, las avellanas preguntan, ¿fué un sueño?

No, duermo y apenas alcanzo los 100 pies. Mi alma no tiene propulsión a chorro.

1 comentario:

Sgto Carrujo dijo...

¡Cuantas caidas entre canciones de guerra!
... :)

los montes son bonitos a veces ... :(,